Trece mujeres fueron asesinadas por sus parejas o exparejas durante los meses de abril a junio. Algunas con saña, como Eduarda Díaz, embarazada de cinco meses, cuyo cadáver fue mutilado por el feminicida. O como Marleni Alexandra Burgos Amparo, obligada a enviar notas de voz a su madre en las que se despedía.
Todas con historias de abusos y de silencios. De desprotección estatal y social. Víctimas de una violencia estructural contra las mujeres que se prefiere mirar de soslayo, y siempre en casos excepcionales. ¿A quién conmovió la muerte de Nashli Sánchez Paulino, 15 años, por negarse a mantener relaciones sexuales con un hombre que le doblaba la edad? ¿Quién se detuvo a pensar en las causas de este feminicidio en lugar de justificar su indiferencia culpándola a ella de su propia muerte por "chivirica"?
Desde enero, 29 mujeres han muerto víctimas de la violencia machista. Mujeres de todas las edades, aunque comparten, salvo raros casos, la condición de pertenecer a las clases populares. Es decir, sin la notoriedad que les ganaría convertirse en tendencia en las redes sociales, o merecer un pequeño espacio en los medios que cuente sus dramas. No el de su muerte, escrito en lenguaje policial, sino el de sus vidas como incesante ejemplo de lo que supone para las mujeres que el Estado siga asumiendo que educar en la igualdad de género y contra la violencia machista es "atentar" contra la familia y contra unos difusos valores que nunca llegan a definirse.
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